De Heredia a París, de Haití a Siria: el tico Michelle Wong es un testigo nómada

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Nota tomada de La Nación

Nació cerca del mercado de Heredia, pero su hogar es el mundo entero. Con su cámara fotográfica, ha podido fotografiar los rostros de la lucha diaria por sobrevivir en todos los rincones del planeta, arriesgando su propia vida: de minas de plata a campos de refugiados.

Cuando la bala salió disparada del cañón del revólver que le apuntaba, Michelle Wong tuvo un golpe de suerte. El proyectil esquivó su tobillo izquierdo, donde apenas le dejó una cicatriz, se estrelló contra el piso del edificio en ruinas y se perdió entre los escombros.

La buena fortuna que le salvó la vida fue, en buena medida, el resultado de un par de casualidades, la primera de ellas que sus secuestradores eran criminales inexpertos, quienes apenas si sabían apuntar y manejar un arma.

Para entender la segunda casualidad es necesario un poco de contexto.

El 12 de enero del 2010, la miseria dejó claro lo mucho que ama la compañía: un terremoto de 7 grados magnitud momento hirió gravemente Puerto Príncipe, capital de uno de los países más pobres del mundo, Haití.

Apenas unos meses después, mientras el país intentaba detener la hemorragia de muerte y violencia, Michelle Wong, fotógrafo costarricense, llegó a Haití. Lo había invitado Mercy Corps, organización no gubernamental sin fines de lucro.

El reportaje que Wong esperaba preparar no era sobre el terremoto, pero sí consecuencia de este: durante el sismo, la prisión de la ciudad colapsó, lo que provocó que varios miles de criminales encerrados en máxima seguridad regresaran a las calles, a los barrios bajos, al mando de las pandillas.

El país caribeño era tierra de nadie y ardía en llamas. En 1985, se abolió el ejército –en parte, por su interferencia histórica en las decisiones políticas; en parte por recortes de presupuesto– y las fuerzas policíacas habían sido diezmadas y reducidas al punto de que no había forma de que Haití pudiera recuperar la paz y el orden.

Por eso, Mercy Corps le ofreció a Wong un tratamiento riguroso de seguridad: no tenía permitido salir de la casa donde se hospedó sin las fuerzas de seguridad de la ONG.
“¿Cómo mierdas iba a investigar las relaciones en la comunidad haitiana si me segregaban de ella?”, recuerda Wong, quien en su primer día en Haití renunció a Mercy Corps para poder trabajar a su modo, sin nadie alrededor, solo él y su cámara.

Sin su cámara salió a caminar por las destruidas calles de Puerto Príncipe cuando un Mercedes Benz negro, ochentero, pasó frente a él. Era extraño ver un carro de lujo en una ciudad en ruinas. No le prestó atención, lo cual puede que haya sido un error porque cuando el carro volvió a pasar frente a Wong, ya tenía un revólver apuntándole en la cabeza y otro en la espalda.

Lo metieron al carro por la fuerza, poniéndole una bota en la cabeza para inmovilizarlo mientras le apuntaban con varias armas. De inmediato, el carro aceleró… y se pegó en una presa. En palabras de Wong fue el secuestro más idiota del mundo.

Cuando finalmente se movieron, lo llevaron a un edificio que apenas había quedado en pie tras el terremoto. Allí, “empezaron a jugar fútbol con mi cabeza. Yo intenté hablar con ellos, pero era muy complicado. El criollo haitiano es al francés lo que el patuá es al inglés. No nos entendíamos. Lo primero que intenté decirles fue que yo no era gringo”.

Cuando comenzaron a registrarlo, sin embargo, encontraron sus credenciales de Mercy Corps todavía colgando de su cuello, ocultas por su camisa. Los secuestradores creyeron que Wong era un soldado, y pusieron pies en polvorosa.

El último de ellos se volteó y, casi sin mirar, haló el gatillo.

Por media calle

¿Cómo diablos se explica el camino que lleva a este fotógrafo de Heredia centro, su tierra natal, a estar secuestrado en Haití, a escapar de lanzamientos de dinamita en las minas de plata de Suramérica, a los campos de refugiados de Oriente Media en Grecia?

Tal vez la respuesta más precisa sea, a la vez, la más sencilla: “Siempre fui muy curioso”.
Michelle Wong nació en Heredia, donde vivió, cerca del mercado, hasta los 14 años. Desde siempre, cuenta, fue un explorador sin remedio. Le gustaba moverse de un lado a otro, así fuera aventurarse de Heredia a San Pedro, con tal de ver gente distinta, ambientes distintos.

Mantener esa curiosidad no es sencillo cuando a los 14 años uno deja de tener casa. Wong prefiere no entrar en detalles, pero una conflictiva vida familiar –“eramos muy pobres; a veces, los maestros nos daban el almuerzo a mi hermano y a mí porque conocían nuestra situación”– lo dejó, a aquella edad, literalmente en la calle.

“Fue muy difícil, pero también lo tomo como algo ventajoso. Cuando confrontás esas cosas desde temprano, te das cuenta de que el mundo es muy difícil, pero que la gente puede ser muy buena. Siempre vas a encontrar a alguien dispuesto a ayudar o, por lo menos, a apuntarte en la dirección correcta”.

ambién, cuenta, perdió el sentido de pertenencia: a la familia y al hogar. Prefería ver más, conocer más: ser un trotamundos y vivir como un nómada.

Aprendió cómo sortear la desdicha para sobrevivir: a un señor dueño de una tienda de instrumentos le ofreció trabajar sin sueldo a cambio de dormir en la tienda por las noches; se aprovechó de su pinta de extranjero –es rubio, alto y de ojos claros– para ofrecer clases de inglés a niños de escuela, a pesar de que no conocía el idioma. En Jacó tocó con grupos de reggae , vendió pipas en la playa y trabajó en bares y hoteles.

Cuando tenía 21 años se hartó. Un jefe le negó dinero y Wong se cansó de su mala suerte. Se fue a San José con sus limitados ahorros, entró a una agencia de viajes y le dijo a la dependiente: “Tengo esta plata. ¿Usted a dónde se iría?”.

París

La respuesta fue París. “Yo iba solo con los tiquetes; con una mano atrás y otra adelante. Conocí a una francesa que me ayudó los primeros días. Luego empecé a tocar piano en cafés y trabajaba en bares y así”.

No obstante, eso no duraría mucho porque Michelle no puede quedarse quieto. Cerca de la frontera entre Francia, Suiza e Italia encontró un monasterio donde las monjas le permitían dormir a cambio de trabajos en el campo; lo echaron porque “a los sacerdotes no les gustaba que yo me quedara con ellas”.

Siguió moviéndose dentro de Europa. Luego, Canadá. Luego, Alabama (Estados Unidos). Posteriormente rentó un carro y condujo hasta California. Llegó a Santa Bárbara y se enamoró de la playa, la cultura bohemia, la vibra de la gente.

Wong tenía 28 años y vivía en una van que estacionaba en la playa; los últimos dos años allí, la van ni siquiera funcionaba. “El sentimiento de abandono es duro, cuando la calle está oscura y usted no tiene contacto con nadie, no tiene ni internet”.

Decidió estudiar. Ingresó a un community college –algo así como un colegio universitario– y más tarde a la universidad, donde estudió, entre otras cosas, fotoperiodismo. Tuvo que ahorrar durante un año para comprar su primera cámara, y la curiosidad nata lo llevó a vender historias a los periódicos locales. No que eso fuera suficiente.

Se fue a Nueva York, donde la insistencia le permitió trabajar como asistente de edición fotográfica en el estudio de Steve McCurry, afamado fotógrafo de National Geographic, autor de, entre otras, la legendaria fotografía Afghan girl.

Tras su paso por el estudio, se fue a buscar sus propias historias. Estuvo en Cuba cuando Fidel le cedió el poder a Raúl Castro. Caminó de Ecuador a Chile.

A Oriente Medio entró por Jordania. Se puso un niqab, prenda que utilizan allí las mujeres y que cubre todo el cuerpo. “Si usted es mujer en Medio Oriente, usted es invisible”. Trabajó, por medio de Naciones Unidas, con mercenarios salidos de películas: “Había uno con un collar de orejas de gente que había matado”.

Su vida ha sido, sin remedio, un constante ir y venir, una historia de desapego y movimiento infinito. “Es difícil e interesante a la vez. Es no tener conexiones. Nadie puede contar una historia mía. La cámara me acompaña para que no se pierdan en la memoria las historias de los demás”.

De vuelta

Michelle Wong es fotógrafo más como oficio que como identidad. Por encima de eso, es un ser humano que necesita poner rostro a las historias de lucha, a las personas que día tras día le ganan, como pueden, la batalla a la injusticia, la pobreza, la pérdida de razones por vivir.

Por eso, cuando la Fundación Omar Dengo lo invitó a realizar una gira por comunidades pobres en todo Costa Rica –desde Bijagua a San Vito, pasando por Guararí–, aceptó sin siquiera cobrar. Era la oportunidad que estaba esperando para poner rostro a relatos en Costa Rica.

“Cuando me monté en mi primer avión, me sentía traicionado y desesperanzado. Todo me había salido mal aquí. Prefería ir a morirme de hambre al otro lado del mundo que dejar que me explotaran en Jacó. Los ambientes afectan la conducta y yo quería encontrar ambientes que me impulsaran”.

Ahora, después de tanto tiempo de rodar por el mundo, de conocer a personas de tantas culturas distintas y de capturar sus imágenes para la posteridad, Michelle Wong, oriundo de Heredia pero ciudadano del mundo, se apresta a impulsar las historias que se cuecen en el país que lo vio nacer, partir y volver.